Siempre me han impresionado las catedrales.
No solo por su altura, su simetría o su luz. Hay algo más. Algo que se remueve por dentro cuando entro en una. Me gusta caminar despacio, tocar la piedra, apoyar la mano en una columna y pensar: ¿quién la moldeó? ¿Cuántas manos la rozaron antes que la mía? ¿Qué historias se contaron en este rincón, qué silencios se guardaron?
Las catedrales no son solo arquitectura. Son memoria. Son testigos.
Y cada vez que entro en una, me asalta la misma pregunta: ¿cómo empezó todo? ¿Quién fue el primero que lo soñó? ¿Qué sintió al imaginar algo tan grande, tan imposible? ¿Cómo afectó ese pensamiento a los demás? ¿Qué sintieron los que vivían allí, los que iban a levantarla piedra a piedra?
Me gusta imaginar la vida de los constructores. El frío, el barro, el cansancio. Las dudas. Las pequeñas victorias. Los retos que enfrentaron para alzar algo que no verían terminado, pero que sabían que debía existir.
Y entonces se me ocurrió escribir este relato.
No es una historia real. Pero tiene algo de verdad. Porque aunque los nombres son inventados, aunque los rostros cambian, hay algo que permanece: alguien empezó. Alguien soñó. Alguien creyó que era posible.
Y ahí están.
Las catedrales.
Como testigos de lo que el ser humano puede hacer cuando imagina, cuando cree, cuando se une.
Este es un relato coral. Una ficción tejida con voces que podrían haber existido. Un homenaje a todos los que, sin saberlo, construyeron lo eterno.
Aquí os dejo este relato. Tal vez la próxima vez que entréis en una catedral, lo hagáis con una mirada diferente. Tal vez os detengáis un instante ante una columna, una piedra, una vidriera… Y sintáis que hay algo más. Algo que no se ve, pero que está. Algo que fue soñado, tallado, levantado por manos que ya no están, pero que aún hablan. Porque las catedrales no solo se miran. Se escuchan.
* La Catedral de la imagen es el interior de la Catedral de León "Pulchra Leonina"

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